Desaprender lo aprendido para aprender una nueva vida

fragmento de cuadro de Egon Schiele

Desde que era una adolescente presumía, después de todo lo vivido en mi casa, que nunca pasaría por lo mismo que mi madre ni acabaría ni sería como ella. Estaba convencida de que había aprendido por mí misma muchas cosas que me ayudarían a conseguirlo. Y cada día que pasaba me sentía más segura de eso. Había empezado a demostrarlo sobre todo callando menos y rebelándome más contra mi padre y su forma de tratarnos.

En las relaciones con los chicos había conseguido mostrarme también como una mujer fuerte y con carácter, a pesar de mis inseguridades, y creía saber mantenerme firme y fiel a mis ideas y mi forma de ser. Pensaba que si encontrara a alguien que no me tratara como me merezco, sería capaz de apartarlo de mi vida.

Hasta que apareció Damián. Cuando nos conocimos, por un chat de internet, parecía un chico normal, simpático, agradable, cariñoso… Yo tenía 24 años. Él, igual. Y empezamos a quedar como amigos. Lo pasábamos bien. Salíamos a tomar algo, a bailar, a pasear, a la playa… Compartíamos cada vez más momentos juntos. Al principio me trataba con cariño, mostraba interés por mí y era atento conmigo. Me hacía sentir especial. Y yo empecé a cogerle cariño y a sentirme atraída por él también. Empezó a gustarme como algo más que un amigo. Además, empezaba a conocer una parte suya más vulnerable, insegura… Me resultaba entrañable quizás esa falta de autoestima o de amor propio que a veces transmitía o quería mostrar, no solo a mí, sino a otras personas de su alrededor. Parecía que se iba abriendo a mí de una forma más íntima y personal y compartía cosas de su vida que según él no habían sido muy agradables. Incluso momentos duros familiares, que sin entrar en muchos detalles me daban a entender que con algunas personas de su familia y amistades se había llevado muchas desilusiones y no había recibido la atención o cariño que se merecía. Su hermano menor le había robado un poco los privilegios y atenciones. Y respecto a las chicas, no le había ido tampoco nada bien. Según él, no habían sabido quererle.

Todo eso despertó en mí una empatía y ese instinto un tanto maternal que adquirimos la mayoría de chicas desde pequeñas. Las ganas de cuidar de esas personas que nos necesitan y que nos hacen sentir por ello importantes e imprescindibles en este mundo. Fue en ese instante, creo, cuando más llegó a mi corazón. Y decidí quererle y cuidarle, como yo sabía y él necesitaba. Y me entregué sin protecciones ni prejuicios. Enamorada de un chico que parecía quererme y que necesitaba que yo también le quisiera de la misma manera. Quizás los dos podríamos dejar el pasado atrás y empezar una vida juntos a pesar de conocernos solo desde hacía pocos meses.

Y así empezó todo. Como lo que parece el principio de cualquier relación de pareja normal.

Sin embargo, con el paso del tiempo empezaron a aparecer signos de que las cosas no iban bien. Los “traumas” del pasado de Damián se hacían cada vez más presentes en nuestra relación. Su dolor, sus complejos, sus inseguridades y otras muchas cosas que no lograba entender hacían acto de presencia en nuestra relación. Se reflejaban en sus celos injustificados, en desconfianzas sin razón, en reproches a pesar de hacer todo lo posible por hacer las cosas bien, por dedicarle todo mi tiempo, mi cariño, mi atención, mis ganas, mis pensamientos, mis fuerzas, mis ilusiones y toda yo en cuerpo y alma. Hasta el punto de ir dejando de ser mía y pertenecerle solo a él. Y aun así, nunca era suficiente. Había momentos en que era su todo y otros que no era nada. Ni persona, ni mujer, ni siquiera un simple ser con sentimientos ni emociones. Por más que hacía, por más que quería, por más que entregaba… No valía. Y se convirtió en un… “ni contigo ni sin ti, tienen mis males remedio”. Sin embargo, él quería que funcionara. Había situaciones en que de repente sí me valoraba, me entendía y llegaba a quererme a su manera. Eran momentos en que creía que era él quien se equivocaba en sus razones, en sus pensamientos, en sus formas y su actitud, y yo era una gran mujer y una gran persona. Pero siempre acababa desvaneciéndose todo eso y prevalecían las sombras en las que yo era la culpable de esa oscuridad.

Eran épocas de buenos momentos, porque los había. Y esos eran los que perdonaban todos los demás. Esos fueron los que cuando las cosas se pusieron más difíciles de nuevo en mi casa, me dieron las fuerzas de seguir luchando y emprender una nueva vida fuera de esa casa, para meterme en otras cuatro paredes (sin ventanas) con las que compartiría mi nuevo amor. Ese tan difícil, tan complicado, tan diferente y a la vez tan familiar, que conocía y desconocía al mismo tiempo.

Y es que cuanto más difícil resultaba la relación, más fuerzas sacaba para luchar por ella. Llegado un momento sin tomar conciencia de lo que hacía, probablemente para intentar justificar el porqué de esa lucha, mi subconsciente recordó todas esas justificaciones que mi madre me enumeraba cuando mi padre la maltrataba. Su voz, como un eco, no paraba de repetirse a mí alrededor y fue entonces cuando quise encontrar la respuesta a todo aquello que me sucedía.

“Es una persona enferma!! Todo lo que hace no es porque sea un mal hombre ni una mala persona. Está enfermo y no hay que tenérselo en cuenta. Hay que comprenderle y ayudarle.”

 Y me convencí de que así era. Era cierto. Damián tenía los mismo síntomas que mi padre. Así que debía sufrir la misma enfermedad. Esa que tantas veces me había negado a aceptar y creer. Pero en este caso debía ser cierto. Y aunque ni mi madre ni los médicos habían conseguido ayudarle adecuadamente a él para curarse, yo sí lo conseguiría con mi pareja. Yo tenía más recursos e iba a hacer todo lo posible para conseguirlo. Estaba en juego la felicidad de Damián y la mía. Y también nuestra felicidad juntos. A partir de ese momento, esa sería mi meta. Y no estaba dispuesta a fracasar. Mi madre me había enseñado a ser fuerte, a aguantar, perdonar y justificar lo injustificable. A seguir ahí a las malas y a las peores. Después de toda mi experiencia durante 24 años, tenía los recursos necesarios para meterme en esta lucha.

Y empecé por alejar la idea de dejarle mil y una vez y apostar por esta relación a pesar de tantos pesares. Me convencí de que merecería la pena y que aunque tardara en llegar, la recompensa llegaría. Así que me fui a vivir con él aun cargando con más culpas y personas en contra. Investigué por internet sobre enfermedades y trastornos mentales. Hablé por mi cuenta con psicólogas especializadas. Le convencí de que fuera al psicólogo de su centro de salud. Y aunque no iba obteniendo los resultados que esperaba ni cuando esperaba, no perdía la esperanza.

La convivencia con él apenas duró un mes exacto. Por mucho empeño que ponía en mi lucha, una parte de mí me decía que me estaba equivocando. En esa casa no terminaba de encontrar mi espacio, mis cajones, mi tiempo, mi sitio… vivía sin pertenecer a ella. Con Damián empezaron las discursiones continuas por lo más mínimo y estaba a punto de ahogarme si no me daba un respiro. Y al final fue un todo o nada y me marché. Decidida a que no iba a haber más oportunidades, que mi lucha no tenía sentido ni conseguiría nada. ¿Quizás yo no era la persona que debiera salvarle? ¿Y si a quien debiera salvar fuera a mí?

Pero llegaron los llantos, los perdones, las súplicas, las últimas oportunidades… Y mientras intentaba encontrar mi sitio en otro lugar, volví a embarcarme en su rumbo a la salvación, terminando por perder mi propio norte, mi vida y a mí misma.

Ahí continuaban los momentos malos, que cada vez se repetían más. Y cada vez eran peores, pues esos miedos, las inseguridades, los traumas, los reproches… se convirtieron en insultos, en humillaciones, persecuciones, en discursos que no hacían otra cosa que desvalorizarme en todo aquello que hacía. Incluso que daban la vuelta al sentido de todo lo que yo decía, sentía, pensaba y hacía, hasta el punto de desconfiar de mi misma, de quién y cómo era, de mi profesión, de mis gustos, de mis prioridades, de todo aquello que me importaba. Y aunque en mis momentos de lucidez reclamaba todo lo que era mío y quién era yo, después de escuchar los mismos discursos una y otra vez empecé a embarcarme en aquellas mismas palabras y aquellos discursos que mi padre me había regalado una y otra vez y contra los que en los últimos años yo tanto me había rebelado. Si más de una persona me dedicaba las mismas palabras, si pensaban esas cosas de mí… ¿era posible que tuvieran razón? Me negaba a ello, pero ya no me quedaban muchas más fuerzas para luchar con eso. Me resultaba muy agotador tener que justificarme por ser quien era, por decidir vivir la vida que quería, por querer a las personas que quería, por entregarme a tantas cosas que me importaban, por mis propios logros, por las equivocaciones que cualquier persona puede cometer…

Y aun llegó lo peor, cuando todos esos discursos no encontraban consuelo solo con dejarlos salir a voz en grito, sino que tuvieron que hacerse más fuertes a base de malas miradas, gestos, maneras, intimidaciones, empujones, caricias que dolían y dejaban algunas marcas, golpes, apropiaciones de mi propio cuerpo a su antojo… Siempre esperando un momento de paz. Cosas rotas… Yo misma, toda rota en mil pedazos, que cuando conseguía quedarme a solas, con calma y cuidado, intentaba reparar. Pegar cada trocito en su sitio y sin que nadie se diera cuenta de ninguna de esas fisuras, ni siquiera yo al final de ese proceso.

Hasta que dejé de ser yo y de pertenecerme a mí misma. Y empecé a sentir miedo de no poder volver a encontrarme, de no volver a ser libre y no poder hacer todas esas cosas que me gustaba hacer. De perder a todas y cada una de las personas que quería.

Sentí también mucha vergüenza. ¿Quién sería capaz de entender por qué una chica de 25 años, en el siglo XXI es capaz de aguantar algo y a alguien así? Y además, ¿quererle? Por otra parte, ¿quién merecía cargar con esos problemas míos? Con un novio trastornado, con mis miedos, mis tristezas… No podía soportar que alguien más pudiera sufrir por mi culpa. La culpa… esa culpa que había aprendido a sentir desde niña. Culpa de tan solo pensar en tener que pedir ayuda para salir de una espiral sin salida de la que no era capaz de salir sola.

Cuántas veces deseé que alguien hubiera decidido y actuado por mí…Pero eso es imposible cuando los secretos están tan bien guardados…

Por suerte la salida, la ayuda, las decisiones llegaron un trece de diciembre, cuando yo estaba al borde de la desesperación. Iba con él en su coche y no me dejaba bajarme. Me encontraba otra vez a su lado porque había vuelto a intentar escucharle y ayudarle y me di cuenta de que ya no, no iba a seguir por ese camino que no me llevaba a ninguna parte. Dábamos vueltas de un lado para otro sin que me permitiera bajar, sin escucharme cuando le pedía que parara. Estaba tan asustada que creía que aquel sería mi último viaje, pero entonces vi un control rutinario de tráfico de la guardia urbana y sentí que era mi única y última oportunidad. Aporreé el cristal en un intento de llamar su atención y lo conseguí. No sentí vergüenza, solo quería que me sacaran de allí. No le quedó más remedio que parar el coche…

Salí a toda prisa, casi sin respiración. Sin mirar atrás para verle una última vez. En ese momento el policía me alejó de aquel coche para entregarme la libertad que tanto me pertenecía. Después llegaron las preguntas, el contar a medias, los consejos, la denuncia, el juicio, la sentencia… el fin.

Un proceso que duró cuatro años. Tardé casi tres en recuperar mi vida, recuperarme a mí misma y librarme de tantas y tantas cosas, situaciones y sentimientos que me habían hecho hacerme cada vez más y más pequeñita. Que habían hecho que aprendiera todo lo que no debí haber aprendido. Tuve que desaprender y volver a construir nuevos conocimientos sobre mí, mi vida, las relaciones, el pasado, el futuro… Gracias a una terapia de año y medio con una gran psicóloga que trabajaba para una institución dedicada a la prevención y atención a mujeres que habían sufrido violencia de género. Gracias un gran trabajo por parte de las dos, reforzado con terapia de grupo con otras mujeres en mi misma situación. Gracias a mucha fuerza de voluntad y lucha para lograr ser quien realmente soy y para tener la vida que deseo, que me merezco.
Hoy por fin miro atrás y veo todo lo que he conseguido y he dejado atrás. Soy consciente de todo lo que aprendí en veinticinco años a través de mi madre y de lo que viví en su casa junto con mi padre, más lo que reforcé estando con una persona como él. Soy consciente de por qué lo hice. Y me he pedido perdón.

Hoy sigo trabajando por consolidar todo lo que aprendí de nuevo y por aprender mucho más en ese camino. No es fácil. Hay momentos en que resulta difícil no caer en el chantaje emocional de las personas que quieres, de no sentirte culpable por decir NO… Pero todo aprendizaje lleva su tiempo porque en realidad nunca dejamos de aprender.

Lo importante es aprender lo que está bien para una misma.

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3 thoughts on “Desaprender lo aprendido para aprender una nueva vida

  1. Alejandro Contestar

    Roto, descuartizado, frío, sin habla, meditabundo. Así me ha dejado tu relato Laura. Por cierto perfectamente escrito.
    Lo he leído varias veces para intentar sólo observar desde lejos, los pensamientos y sentimientos que te llevaron especialmente a esa situación. Especialmente la de adolescente, que es quizás la la etapa en la que más armas podrías tener. Por lo que cuentas y siempre valorando los escasos momentos buenos, solo veo dolor. Quizá el hecho de no haberlo vivido me hace ver sólo esto y pido perdón por mi simpleza. Pese a ello, y sin tener el gusto de conocerte, me siento asombrado de toda la fuerza has demostrado, cuanta entereza al contarlo y sobretodo el poder de reconstrucción que tienes.
    No podría dejar de alabar el esfuerzo de todas las mujeres que han luchado y siguen luchando y que no sé de donde pueden sacar fuerzas en su día a día y sobretodo en la noche a noche, pues sí vivir con él es una tortura, el simple hecho de dormir con tu » captor » … No puedo llegar a describirlo.
    Por ti y por todas esas mujeres que han sufrido y siguen luchando por su libertad. Primero gracias por demostrarnos que SÍ que se puede luchar por uno mismo. Segundo por volver a quereros a vosotras antes que a los demás … Y así me podría tirar escribiendo gracias mil hojas porque ejemplos como el tuyo enseñan a la gente muchas cosas.

  2. Laura T. Contestar

    Hola Alejandro,
    antes que nada, mil gracias a ti por tu comentario. Tus palabras me han llegado incluso, emocionado.
    Gracias por tu aliento, por sacar tantas cosas positivas de mi relato a pesar de los sentimientos que te han hecho sentir mal al principio. Lo siento. Sé que es un testimonio duro. Y más visto desde fuera. Desde dentro, se vive de manera diferente, acabas interiorizando el dolor de una manera muy intensa, pero dándole a veces muy poca importancia viniendo de una misma. En situaciones así, incoherentemente, se empatiza más con el dolor ajeno que el propio. También ahora, después del paso del tiempo, de la distancia y de un largo proceso de «cicatrización» y superación, el dolor, va desapareciendo o no está tan presente en mi vida.
    Gracias por el esfuerzo de comprender, por tus alabanzas y tus agradecimientos. En parte, todo esto es una recompensa de todo lo que viví. No solo el haber conseguido salir del maltrato y recuperar y vivir mi propia vida y ser feliz. sino el poder ayudar a otras personas desde mi humilde experiencia. Me alegra mucho comprobar que a algunas personas les puede servir o ayudar en algo. Ese es mi propósito.
    Solo por personas como tú, ha merecido la pena compartir.
    Un gusto saludarte.

  3. inmaculada Contestar

    Me identifico. Volvemos a caer en la trampa en q cayeron nuestras madres.
    Y después de protestar porque ella lo aguantó y lo hizo aguantar a sus hijos, vuelves a elegir para tu vida un compañero que comparte muchas de las características que creías que no ibas a soportar.
    Yo aguanté 25 años, con 3 hijos, y una situación cada vez peor, sobre todo los últimos 7 años que me destrozaron psicológicamente

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