Fobia

balcón con flores

Salí de casa dispuesta a ir al supermercado. Tenía que cruzar una avenida, dos semáforos más de calles normales y un paso de cebra. Pensé que podría hacerlo si seguía un plan: cruzaría la avenida corriendo, después llegaría a los semáforos y los cruzaría aunque estuvieran en rojo, porque si me paraba se podía desencadenar el ataque de pánico. Mientras tanto iría haciendo una secuencia matemática complicada y por si eso no bastaba repasaría la receta de pastel de carne recordando los ingredientes para ver cuáles tenía que comprar. Cantaría también para mis adentros una canción, no la más hortera, la siguiente. En estos casos Camilo Sesto es perfecto, las canciones que cantaba mi hermana cuando éramos pequeñas.

Pensé que con esos trucos sería capaz de aguantar los cinco minutos aproximados que hay desde mi casa hasta el supermercado sin entrar en un ataque de pánico. Pero no fue así. El miedo, ese absurdo miedo no es matemático y no sé cuándo puedo sobrellevarlo aunque sea con todas las dificultades o cuándo va a apoderarse de mí y me hará volver corriendo a casa mientras el corazón late a mil por hora y siento calor y sudores fríos a la vez. Aunque en realidad lo peor no fueron los sudores ni la taquicardia ni el no poder respirar, lo peor era esa sensación en el estómago, esa punzada que sentí como si me hubieran acercado una antorcha encendida o me hubieran vertido ácido sulfúrico y me estuviera quemando por dentro todo el abdomen.

De vuelta a casa sin haber cumplido el objetivo, empezó la segunda parte de la fobia: la frustración, el enfado conmigo misma, la sensación de ser idiota por no poder ir ni a comprar comida, la impotencia por no saber cómo solucionarlo.

Me tiré a la cama y me harté a llorar, me eché la culpa de todo, pensé que no servía para nada y me desesperé sin encontrar una salida. Sin saber cómo, vinieron a mi cabeza imágenes de la niñez. Quizá fue después de hacerme por enésima vez la misma pregunta: ¿Por qué este miedo? ¿Por qué? Recordé el sofá de la casa de mis padres, de color azul, un día cualquiera, ninguno en especial. La tarde caía haciendo desaparecer la luz pero mi madre todavía no había encendido la lámpara, mi hermana estaba estudiando y  yo, de unos 7 u 8 años,  jugaba con una muñeca. Le colocaba el vestido y hablaba simulando la voz de la muñeca. Estaba tranquila, relajada, abstraída en el juego, feliz. A mi espalda, detrás del sofá, estaba mi madre cosiendo.

Entonces ocurrió algo, se oyó un sonido, ¿qué era? Me estremecí con el recuerdo. Era el sonido de la llave que abría la puerta cuando mi padre entraba. De repente la niña del recuerdo se puso rígida, escondió la muñeca, se sentó en un huequito del sofá, quieta, mirando hacia el suelo, a la expectativa. Escuchaba el ruido, la rutina del ruido. La llave gira, doble vuelta, después el crack de la cerradura, el rechinar de la puerta abriéndose, dos pasos, rechinar de la puerta cerrándose y a continuación el tope y el rebote. El rebote era muy característico, después la puerta se cerraba y tras unos segundos que parecían eternos la puerta del salón se abría. En ese momento la rigidez se hacía extrema, la niña apretaba las piernas contra sí misma y contra el sofá, apretaba los puños y también los dientes y sentía el contacto de la lengua en el paladar.

En ese momento me di cuenta de un dato importante, no solo había rigidez en el cuerpo de la niña, también sentía el mismo punzamiento en el estómago, esa quemazón era la misma sensación de los ataques de pánico, era el mismo miedo.

Pero el recuerdo no termina ahí. La niña no sabía lo que iba a pasar, había varias opciones, todo dependía del estado anímico que trajera su papá. Podía ser bueno y que pasara al cuarto de baño, se lavara, su madre le pusiera la cena y el padre cenara escuchando la radio, sin que nadie hiciera el más mínimo ruido. A veces el silencio se rompía y el papá decía “niña, tráeme una lata de berberechos” y ella se levantaba enseguida, abría la lata, la ponía en un plato y se la llevaba, con cuidado de no verter ni una gota del caldo para no desencadenar una catástrofe porque a su papá le encantaba el caldo. Después de la cena, él se acostaba y la niña se relajaba un poco, no hacía ruido, no hablaba en alto, si iba al cuarto de baño que estaba pegado a la habitación de su padre sabía lo que tenía que hacer. Había aprendido a orinar sin hacer ruido, hacía que el orín diera directamente en la pared interior del inodoro y así ahogaba el sonido que podía hacer al caer en el agua. Después abría un poco el grifo para lavarse, un poquito, con cuidado y poniendo la mano debajo para que el sonido fuera disimulado. Lo tenía todo controlado, también el abrir y cerrar de las puertas de los armarios y la puerta del baño.

Pero otros días no iba tan bien, el papá venía enfadado, empezaban los gritos, los insultos, las amenazas, los chantajes, la tortura psicológica. En estos casos había que aguantar, esperar que pasara el tiempo de la cena, que se acostara y se acabara el día. Y aún había otros en los que se desencadenaba la catástrofe y todo era peor. Había insultos, golpes, objetos caídos en el suelo, destrozos… Quise parar el recuerdo porque no podía más pero de pronto pensé ¿dónde está la niña?, tengo que buscarla, y estaba allí, paralizada, sin saber qué hacer porque no hay nada que pare a ese monstruo. Ella sabe que no hay salida y se siente perdida en medio de un huracán. Tiene miedo, mucho miedo, un miedo atroz, pero no pasa nada porque encuentra una salida, tiene una oportunidad. Detrás del sofá está su mamá. Ella no es así, ella la quiere, es cariñosa, la abraza, siempre le dice que es lo que más quiere en el mundo, dice que daría la vida por ella. Su mamá la salvará, la sacará de allí, la protegerá. Corre hacia ella, le da la vuelta al sofá en su busca pero… ¿qué le ocurre a la mamá? ¿Por qué agacha la cabeza y la gira hacia el otro lado? ¿Por qué no hace nada, no la defiende, no la ayuda? Le dice que se calle, que aguante y se pone a llorar, se pone muy mal y le da pena, la niña no quiere verla tan triste y la consuela.

Recordé perfectamente lo que ocurría cuando todo pasaba. El silencio de después de la catástrofe se ve interrumpido por la mamá que coge a la niña y habla con ella a solas, cuando nadie las ve, y le dice que cuando papá se ponga así tiene que aguantar y callarse, no hacer nada, y que no le puede contar eso a nadie, ni a la abuela ni a los tíos. ¿Para qué vamos a hacer sufrir a los demás? ¿Para qué vamos a pasar esa vergüenza?

¿Vergüenza? ¿Vergüenza por qué? Si yo no he hecho nada. Recordé entre lágrimas a esa niña y empecé a entender mi propio miedo, el mío, el de la niña desprotegida que soy.

Al día siguiente volví a intentar ir al supermercado con los mismos planes en la cabeza. Cuando el miedo afloró pensé en la niña, la visualicé en el retrato que mi madre tenía siempre encima del estante del teléfono, con el pelo castaño claro, un jersey de cuello alto blanco y uno rojo de pico encima. Quise hablar con ella. Le dije “hola cariño, qué cara tan bonita tienes, qué sonrisa tan dulce, eres preciosa, inspiras mucha ternura ¿sabes? Si no fuera porque es imposible al ser la misma persona, me gustaría que fueras mi hija, estaría orgullosa de que fueras mi hija. Cualquier persona estaría encantada de que fueras hija suya y te cuidaría y te querría. No te preocupes, sé que tienes miedo pero tranquila, no tengas miedo, cielo, tus padres no te protegen pero ahora estoy yo aquí, yo te cuidaré y te defenderé, ahora yo soy adulta y muy fuerte y te protegeré, no hay peligro, cariño, puedes estar tranquila, sigue jugando con tu muñeca, sigue jugando a ese juego que siempre te gustó tanto, juega a que tu muñeca es una chica mayor que  vive sola y feliz, sin marido, y que después tendrá hijos  y los criará también sin marido y ellos también serán felices y que si alguien les muestra la más mínima amenaza tu te pondrás delante y los defenderás, sin miedo, sin llorar y después consolarás a tus hijos y no serán ellos los que tengan que consolarte a ti. Cielo, sigue jugando, ya no hay peligro”.

Curiosamente, me quedé más tranquila y conseguí llegar al supermercado. Hice la compra y volví a casa paseando y fijándome en alguna tienda. Hasta descubrí un balcón lleno de flores en el que antes no me había fijado. Mientras la niña juega puedo disfrutar de la vuelta a casa.

Lola

Comentarios relacionados

Dejar una respuesta