Testimonio de María (quinta y última parte)

Ahora, a mis 37 años estoy en otro punto de inflexión. La terapia me ha hecho llegar a conclusiones sorprendentes y avances extraordinarios.

Agradezco haberme dado cuenta de tantas cosas. De distinguir cuáles son mis “suburbios”, mis propios trapos sucios, de cuánto peso tenía en mi “mochila” y cuánto he ido quitando. Y, por supuesto, de lo que me queda.

 Sigo sintiéndome insegura e invisible a los demás ante situaciones cotidianas y, presumiblemente, sin importancia.

Soy consciente de que, a veces, tengo dos “yos” que luchan entre sí. De que soy muy voluble y muy “orillera”, que carezco de la capacidad de flotar en el centro del lago. O estoy a un lado o estoy al otro. Y en la vida hay muchos tonos de grises. Aprenderé a diferenciarlos.

 Soy consciente de que me hicieron daño, de que no me trataron como un niño merece, tuve que adoptar un papel de adulto con tan solo 6 años. Esto no creo que signifique madurar. Supongo que el no poder ser niña cuando debía serlo me hace seguir siéndolo de alguna manera.

Contar en “Flores en el desierto” mi historia, ordenarla, ponerla por escrito, corregirla, añadir o quitar episodios, me ha hecho verla con otra perspectiva.

Todo ello, junto con todas las reflexiones que he hecho, me llevan a pensar que ya está. Que es hora de ir a ver a aquella niña y decirle que yo SI la quiero, que aquello ya pasó y que tengo que continuar sin su manita tirando de mi falda, ya no puedo ni quiero arrastrarla conmigo.

Cuento lo de la niña porque una vez participé en un encuentro de reflexión y regresión colectiva. Duró 3 o 4 días. Aquel hombre (del que no recuerdo el nombre) hablaba de lo que nos afecta lo que vivimos de niños. El encuentro tenía como “colofón” final la regresión colectiva. Así que llegó ese día. Relajación, respiración, meditación y por fin la regresión. Él nos guiaba: “Visualízate entrando en tu casa. Abres la puerta, no hay nadie. Hay silencio. Ve a ver a ese niño que espera, tu sabes dónde está”… Bien, yo me visualicé entrando en el restaurante, estaba vacío, seguí la barra del bar, pasé el comedor, entré en las cocinas… Allí estaba, sentada en la mesa. Sola. Con el pelo largo, su uniforme, llena de psoriasis y, sobre todo, SOLA. Nunca había visto a nadie tan sola… No pude continuar, fue tal el shock que no pude soportar esa regresión. Salí de la sala dejando allí a compañeros con los ojos cerrados llorando sin control ni consuelo. Pero yo no pude hacerlo. Ahora si. Ahora me encuentro con fuerzas para hacerlo. No voy a ir a ningún encuentro ni curso ni terapeuta. Voy a sentarme en mi casa y después de hacer un poco de meditación me voy a visualizar y voy a regresar a abrazar a aquella niña. Y a pedirla que me deje continuar.

He sabido darme cuenta de lo que pasó y de lo que arrastro pero ¿no me merezco pasar página de una vez? Olvidar el pasado que no puedo cambiar, recordar y poner por encima que en los momentos más duros siempre he contado con ellos y seguir con mi vida, la presente y la futura. Dejar odios, rencores, malos sentimientos en un sótano oscuro y no volver a bajar. De verdad, no volver a bajar… A una la robaron la niñez, la condenaron la adolescencia, la condicionaron las relaciones de pareja, pero, una vez llegados a este punto de toma de conciencia y renacimiento, ¿no es mejor pasar página?

He decidido que sí. Contar aquí mi historia ha disipado todas las dudas que tenía al respecto (no sabía si volver a la terapia). Febe y Rea me han ayudado mucho y me siento con mucha fuerza para pasar página. Para olvidar. Para perdonar. Y así, probablemente, desaparezca la poca psoriasis que todavía tengo en el cuero cabelludo. Sé por qué vino y sé que se va a ir… Porque la vida está aquí para disfrutarla, y no pienso perder ni un solo minuto más lamentándome de lo que pasé. Porque lo bonito, está pasando ahora.

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